lunes, 28 de marzo de 2011

Viajes a Mar del Plata




Viajes a Mar del plata

Todo el paso de nuestra infancia tuvo como corolario del año, un viaje de vacaciones a Mar del Plata. Invariablemente el destino turístico al alcance de la clase media, tenía un gran atractivo para nuestros padres, como lo es aún para gran parte de los argentinos. Nunca íbamos solos de vacaciones. Era muy común que lo hiciésemos con amigos, previamente acordada la estadía. Mi vejo en todo caso quería asegurarse, que en el lapso que estuviésemos, el tuviese la opción de regresar el fin de semana a capital, si el trabajo así se lo exigiese. Para le década del setenta, las panaderías estaban en su apogeo, y el trabajo de fin de semana doblaba al común por esos días. Los preparativos comenzaban bien entrada la noche. Se sacaban las valijas de arriba del placard, la heladerita de telgopor debajo del armario de la escalera, los juguetes de playa de los niños. Mi mamá llevaba juego de sábanas extras y vajilla. Mi viejo ordenaba una casetera con sus grandes éxitos: diecisiete top hits volumen uno dos tres…, julio iglesias, Nino Bravo, Nat King Cole, ABBA, Roberto Carlos, Pugliese etcétera. Afortunadamente para mis oídos este popurrí variopinto solo lo aplicaba mediado el trayecto. Nuestra salida siempre era en horas de la madrugada, no le costaba nada a mi viejo, acostumbrado a las madrugonas de su trabajo. Se calzaba los Ray Ban prendía un pucho y encarábamos para la feliz. La primer parada obligada era la del desayuno, a pesar que durante corto intervalo, estuviese regado a café de termo por mi vieja de copiloto. Escuchábamos hasta “ donde diese “ Rapidísimo, el programa matutino de radio Rivadavia. Parábamos en Atalaya, solo para ir testeando lo que nos esperaba en la costa. Una multitud exasperada consumía las medialunas tan famosas, junto a los cafés con leche de jarra. Además del tentempié, era frecuente que los turistas se proveyesen de algunas docenas de facturas para el trayecto. Pasado Dolores, había que hacer otra parada obligada en Villa Vicencio para así recibir un botellón de agua mineral y cuatro vasitos plásticos; ahora que recuerdo, creo que es la única ocasión en el año que bebíamos ese brebaje tan extraño… En ocasiones al frente de la ruta dos, estaba el establecimiento Gandara, que también proveía de un litro de yogur por vehículo, previamente hecha la fila de doscientos metros. El marketing en los setenta funcionaba así, querés ponerme un calcomanía o darme un folleto, dame algo a cambio!. Otra parada aleatoria era a la altura del pueblo Las Armas, para recargar los ineficientes motores nafteros, y para descargar el acúmulo de líquidos ingeridos, dada la excitación del viaje. La llegada concreta a la ciudad rondaba las horas del mediodía, ahí nos dirigíamos al sitio previamente reservado, aunque hubo ocasiones que alquilábamos sin reserva previa. La mejor locación que recuerde, un chalet típico marplatense en la región de Villa Parque Luro. Paredes de piedra, grandes persianas de madera blanca, techos de tejas coloniales , un amplio jardín al frente con cocheras para tres vehículos. Para la ocasión, la socia de mi papá en la panadería y su familia compartían las vacaciones. De origen gallego, pañuelo de seda en la cabeza y vestido de algodón a tono, dirigió la estancia del grupo a un modo tradicional. Interminables días de playa , donde abundaban las milanesas preparadas “ In situ “, junto con fideos y otras menudencias salidas de la garrafa de campaña. El Kit lo completaban dos sombrillas una mesa plegable con cuatro bancos, reposeras , dos heladeras, cañas de pescar, mediomundo, mantas etc. A esa altura , la estancia diaria se parecía mucho más a un camping, que a un día de playa. Determinados en trasladar la vida diaria, al ámbito marítimo, solo tenían como quiebre de rutina, la visita al puerto , y el parque Camet. En otras oportunidades estuvimos cerca de la entrada a Mar del Plata, en departamentos próximos a la costa. Encaramados en playa Stanley, las sesiones playísticas se reducían sensiblemente a un par de horas por la tarde. Es que el uso del tiempo libre, en gran medida está medido por los integrantes del grupo y la ascendencia de uno de ellos por sobre el resto. Ya con mi abuelo, la playa era casi nula, y la instancia costera, era una extensa gira culinaria por los consabidos restaurants marplatenses. Con amigos familiares, la cosa era distinta, amén de hacer excursiones por otros lugares, mis viejos se permitían alguna que otra visita al casino, presenciaban una obra de teatro, o iban a asistir algún show musical a la confitería del Hotel Provincial, como :María Martha Serra Lima, o Pedrito Rico. En esas oportunidades yo estaba al cuidado de algún mayor no participante, debido a mi escaso entusiasmo por el espectáculo de varieté. Lo que sí me gustaba eran los paseos por la peatonal San Martín donde abundaban, las compras de adminículos y souvenirs. Transitada principalmente los días de lluvia, nos tenía como asistentes a la filmografía de estrenos , las meriendas de waffles con crema, juntamente al salón de videojuegos Saccoa, y el Museo de Cera. Otra visita obligada era la avenida Tejedor, en la región del puerto, parada de reaprovisonamiento para todas las amas de casa suscriptas al “ arte del tejer “. Los circos estacionales también nos tuvieron bajos sus lonas, el “ Tihanny “, el circo “ Rodas “, y tantos otros, por lo general de origen mexicano. Del puerto, propiamente dicho rescato los “appetizer” de Chichilo, un restaurant de la época: cornalitos , rabas, caracoles, besugo a la plancha y tantas delicias del mar. Es que al descender de familias de españoles estos sitios formaban parte de nuestros ritos culinarios. Otros locales como “ La taberna Baska”, “ Ambos Mundos “, o “ el rey del bife”, también nos tuvieron como asistentes anuales.
La salida de paseo en lancha por el estuario del puerto, fue casi siempre motivo duda. Debido a lo picado del mar después del paso de la escollera, más de una vez mi madre juró no regresar a la excursión en “ su puta vida “, palabras textuales. A pesar de que año tras año, la rutina variaba sensiblemente, nuestras vacaciones eran muy felices. Lo recuerdo tan claro, como aquella vez que en vacaciones de invierno por “ Barranca de los Lobos”, aprendimos a dos distraídos pingüinos como souvenir. Uno de estatura pequeña, tenía un penacho color verde en su cabeza y era muy dócil. El otro, de tamaño mediano a grande, se resistió al arresto compulsivo y tras dar unos coletazos de importancia en el baúl del coche, fue devuelto al mar que lo vio nacer. Una vez de regreso a la capital, el plumífero animal recaló alternadamente, en dos residencias. Una la nuestra, en la abandonada pelopincho de la terraza familiar ,otra en lo de los amigos de mis padres en un chiquero que tenían al fondo de la casa junto a unos patos. A fuerza de ser sincero creo que su estancia por la granja, era más placentera. A pesar de la fluida dieta de sardinas, y otros pescados, sucumbió a los primeros calores de noviembre, pese que en continuas ocasiones lo manguereábamos con agua del lavadero al pobre bicho …

Esteban Silva

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