domingo, 27 de marzo de 2011

La abuela Matilde


La abuela Matilde

Matilde Bono, tuvo una vida desordenada. A temprana edad se casó con un calabrés, peón de su padre, y enfrentó el mandato familiar. Acostumbrada a un pasado lleno de lujos para la época, vio naufragar su matrimonio, en un simposio de culpas repartidas, en las que abundaron, incompatibilidades, despilfarros e infidelidades. Con su ex marido, preso temporalmente por el episodio conyugal malogrado y sus dos hijos apartados de su seno, debido a una negativa judicial, emprendió un autoinflingido destierro a la zona de Valentín Alsina, conurbano bonaerense. De la herencia familiar, poco pudo rescatar para su patrimonio, apartada de la casa paterna por el juicio moral de la época, y unos sobrinos hábiles en cuestiones comerciales, aceptó de buena gana un dinero, que le permitió comprar a medias la casa en los suburbios, junto con su pareja de entonces, un gallego de nombre Aquilino, obrero de la fábrica de heladeras “ Siam “.
Estos comienzos en el exilio del oprobio, le daban la oportunidad ,para que convenientemente a temporadas visitase a sus hijos, uno ya al cuidado de su padre la otra internada en una institución para menores de origen religioso. Al tiempo de casamiento de sus vástagos, un prudencial tiempo de reconciliación la tuvo en los dos actos nupciales. Afortunadamente, de estos dos enlaces, saldrían familias que recompondrían el árbol familiar, devastado a dos décadas por su impericia marital. Para el tiempo que ella llego a nuestras vidas en forma de “ Abuela “, una pátina de olvido, y un silencio convenido, la integró plenamente en los núcleos resultantes. Su visita formal, se consumaba invariablemente una vez al mes , por nuestras residencias. Una vez cobrada su jubilación, emprendía viaje en el colectivo ciento treinta y cinco, hasta su llegada a la zona de Devoto ( Capital ). Una de sus primeras medidas, era reservar turno en la peluquería, para dar trato a su cabello, y así estar lo debidamente presentable en sus acometidas tertulias. En nuestra casa, dormía junto a mi hermana menor, por las noches nos contaba historias de su vida pasada junto al piano, del esplendor de la noche porteña, y de los escenarios que la tuvieron como protagonista. Ciertas o no, estas historias funcionaban como un cuento de buenas noches en nuestros oídos. De una visión muy menguada, usaba unos lentes muy gruesos, con un círculo interior, aún con más aumento. Lo que vulgarmente se denomina “ culo de botella”, otorgándole un espectro restricto, que su paso aletargado y su mano extendida al frente, completaban el cuadro de precariedad visual. Acostumbrada a ir del brazo de una persona para suplir esta faltas, andaba por el barrio con un pañuelito aferrado en su puño, que le servía para secar el exceso del lagrimal de sus ojos. Una de sus visitas acostumbradas era a la casa de mi otra abuela paterna, a escasos cincuenta metros. La construcción una panadería tradicional con patio cerrado por toldo de metal, al que las abuelas cruzadas, se sentaban a tomar el té con masitas. De piernas cruzadas en elegante posición, se entregaba sin preocupaciones ni obligaciones, a la profana charla, mientras que la otra convenientemente planchaba su ropa junto a la mesa. Cuando iba a estos encuentros , por lo general antes de su partida, lo hacía diciendo “ Voy a lo de la gallega “, lo que yo encontraba muy peyorativo al momento, lo recuerdo porque al increparla sobre el asunto, se defendía con un : “ Es muy laburadora”, como si el galleguismo y la adscripción al trabajo fuesen las dos caras de la moneda. Su paso por la casa de mi tío y sus hijas, tenía las mismas características, estancia por lo general de unos días, visitas a los padres de su nuera y adyacencias. A instancias del agotamiento de sus recursos, aceleradamente esquilmados por la incursión en su monedero de quien les habla, pedía a su hijo Cacho, los recursos necesarios para la llegada a su próxima jubilación. Este ciclo, se repitió con pocas alteraciones, por el transcurrir de toda nuestra infancia. Aún chico, a sabiendas de mi interés por los automotores, me prometió que llegada la edad pertinente me compraría un Fiat 600, para traerla de su “ Valentín Alsina “ y así poder pasear a su lado….
Su prematura cuasi ceguera junto a algunos desordenes asociados luego a una demencia senil, hicieron de su estadía frente a los tratos de un extraño, una carga demasiada pesada, y no exenta de responsabilidades, que el cuidado de sus hijos demandaba a la ocasión. Tentando una solución intermedia, su hijo le compró una casa a estrenar a la vuelta de nuestra residencia. Con el objetivo de suplir en caso de ser necesario el concurso de mi madre, y para tener la compañía necesaria en esta nueva etapa. A pesar del confort proveído, y de estar todas las condiciones dadas para su arraigo, la empresa naufrago a escasos dos meses. En una depresión galopante, que incluía desgano alimenticio, confusión temporal y exclusión ,pidió retornar a su casa de chapa junto a aquel hombre , que tan bien conocía sus mañas y al que evidentemente debía solapadamente algún afecto. Lo que siguió a continuación fue el prólogo a su internación. Una búsqueda pormenorizada por establecimientos geriátricos de la zona de Devoto y Villa del parque, que reuniesen las características necesarias para su “ tratamiento “. Acertado el lugar, que vería el último tramo existencial de mi abuela sobre la tierra nos dirigimos junto a mi madre a su búsqueda para el traslado.
Quiso la paradoja del destino que al momento yo tuviese mi primer auto, un Fiat 600. Apelando a la memoria de la anciana, intentándola conectar con aquella vieja promesa del paseo en el auto prometido, la interpelé con el objetivo de encontrar una conexión con sus sentimientos y no con su razón, a lo que ella contestó desde el asiento trasero: ¿ Quién sos vos querido?, no te conozco…..

Esteban Silva

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