domingo, 27 de marzo de 2011

Sumaj Penteonman Ripunanpaj Kunanri*

Remedios Ferrufino, era una cochala de la región de Cochabamba, nacida en 1872. De familia con recursos, hacendados prominentes de la zona, se vio enfrentada a el mandato familiar al enamorarse perdidamente de un peón de la estancia llamado José Ferrufino . No habiendo tierra fértil que hubiese de albergar esta relación, emprendió una fuga con su pretendido a la región distante de Colcha ,Oruro. Afincados en el tercer Alto Boliviano, vieron pasar sus días: él como ferroviario, ella como cocinera y curandera ( Kallawaya) . Por más de cuatro décadas sus humildes esfuerzos, vieron concurrir una infinidad de personas en busca de cura. Privado de toda asistencia, el campesinado tenía por única instancia reparadora, a tal mujer. No sólo se encargó de la enfermedad de la población, sino que también fue la partera en cientos de alumbramientos. Estos conocimientos adquiridos presumiblemente por el ritual de “ Traspaso de mando” o Kita qoná. Dicho traspaso, no solo era el mandato de kallawaya, sino concretamente de transmisión de poder: “ la mano que sana”. De manera espontánea sus pacientes se presentaban en su finca, aquejados del mal que los perseguía, deseosos de poder transmitir toda su angustia a oídos tan sabios, a lo que la vieja frenaba en seco con la frase de : Jamui chinkay ama parlaichu , algo así como, vení quedate en silencio y no hablés. A la distancia ,su primer acercamiento no era a la persona física, sino a la espiritual, conversando con ésta para sus adentros unos minutos. Luego de este primer acercamiento pasaba a escrutar detenidamente al afectado, sostenía sus manos a una distancia de tres o cuatro centímetros para percibir el aura . Escuchaba la voz, el eco que producía en las paredes de adobe, miraba profundamente el color de las uñas, estiraba el lagrimal a procura de las señales pertinentes, por último observaba la lengua y con oído al pecho y espalda auscultaba la respiración. Una vez dado el veredicto, una variedad de soluciones al alcance de la mano hacían de medicina. Un conocimiento profundo de la herboristería de lugar brindaban consuelo, a través de infusiones de las más variadas: Manzanilla, cola de caballo, romero etcétera . También había empastes de los más diversos: excrementos de animales con el agregado de inciensos o copal, excremento humano para las regiones del estómago columna y pulmones.
Era condición fundamental que el producto, no proviniese del individuo afectado. Para los casos de fiebre la solución venía de la mano de un baño de orín, preferentemente podrido, que la abuela había recolectado previamente de sus nietos en vasijas de barro. A esta “ unción “, se la cubría con hojas de tártago color bordó, y luego el afiebrado era abrigado con una manta negra, con el objetivo de hacerlo sudar. El orín , también era prescripto como bebida en diversas afecciones, siempre atento a la premisas de cruzamiento de géneros, para su efectividad. No solo atendía las afecciones de origen viral, en diversas ocasiones llegó a entablillar miembros mutilados, fracturas expuestas, a los que previo reacomodamiento, y empaste con hierbas frescas, vendaba prolijamente. Su conocimiento, alcanzaba a todos los alumbramientos de la región. Convenientemente provista de un cuero de ovejas para el parto, acompañaba todo el proceso previo al nacimiento. Cuando observaba alguna anomalía de posición del nonato , solicitaba la presencia de cuatro hombres para “ mantear “ a la parturienta. De boca abajo en un aguayo, se la sacudía fuertemente , hasta obtener el movimiento necesario del feto en la barriga. Una vez en sus manos elevaba al recién nacido cual ofrenda y en una actitud simulada de zurcirle los labios profería: Amayuya Amakeya Amasua, no mentirás, no serás flojo, no robarás. Al mismo tiempo que la señal de la cruz en el rostro del bebé cerraba el rito sincretista. Como verán, Remedios no hablaba nada de español. Sí lo entendió, al paso del tiempo, y al cariño de sus sobrinos y nietos. Una vez jubilado su marido, retornó a su natalicia Cochabamba, en la cercanía de uno de sus hijos menores, Julio Ferrufino.
Este casado con doña Valentina Orellana, nuera de Remedios, y a la postre heredera del legado kallawaya.
Para cuando hubo de jubilarse, don Julio, que convivía en su casa familiar junto a dos de sus hermanas, mediaba entre el cariño de su mujer y la pesada carga familiar. Con una tradición boliviana que sabe más de las obligaciones en primer término, marcadas por la estirpe, atendía a los requerimientos de sangre, por encima de los conyugales, valiéndole el encono de su mujer, y la cuasi nula relación entre las cuñadas.
Estas, advertidas de la jubilación de su hermano, hallaron propicia la ocasión para, conminar al hermano menor a arcar prematuramente con los arreglos funerales de la abuela Remedios. No es que hubiese fallecido ni mucho menos, se hallaba en perfecto estado de salud a sus noventa y seis años. Como es tradición en el país andino, la familia del deudo y en especial el hijo varón, solventa el duro trance necrofílico, con aportes sustanciales de uno de sus componentes. Advertidas de la longevidad de la anciana, fue idea de las hermanas del proto-deudo, que financiase la compra de un ataúd, con los dineros obtenidos por su paso a retiro laboral. Esta maniobra de anticipación tenía como objetivo primario, distribuir preventivamente la carga monetaria del deceso en la persona que tuviese recursos disponibles. Doña Valentina encontró la acción tremendamente abusiva por parte de las hermanas, y más de alguna vez espetó socarronamente al susodicho con frases como: “ Ahí está el cajón, porqué no la entierran viva de una vez”, o al paso de los años con: “ Andá a ver a tu madre, si no está lista para el cajón”. La bisabuela para entonces, desenterada del propósito de féretro en esa casa, alguna vez preguntó : Chaika Honta Imapatchu Rantinju, o: ¿ y ese cajón, para que carajos lo habrán comprado?. No era de visitar mucho la casa de su hijo, a pesar de la edad, advertía la hipocresía de las mujeres, más interesadas en la herencia de la propiedad, que en los asuntos de la anciana. Conocida en el pueblo por su larga data, casi leyenda, era frecuentemente visitada por peregrinos extranjeros, que solo querían su bendición o simplemente contemplar el fenómeno. En agradecimiento, les daban latas de conservas de los más variados productos del exterior, ella los coleccionaba a añares en una alacena que cuidaba de forma prolija. Americanos franceses alemanes e italianos eran por lo general los depositarios de dichas ofrendas. Alguna vez fue tentada por alguno de sus nietos a hacer uso de esas latas, a lo que ella contestaba sin vacilar: Jagay Tukuy Millay Mijunachu, o: “ aquello que ves es Horrible, no se puede comer”, en un primitivo sentido por la comida orgánica. La cuestión es que, una vida sana, y porque no el destino ,la habían transportado hasta sus ciento dieciséis años. Una vez en su casa, poseedora de una sabiduría que traspasaba lo terrenal, alternaba largos silencios, con alguna frase en quechua para sus nietos y sobrinos. Por qué el quechua para quien no lo sabe, es mucho más concreto que el español a la hora de relatar una acción. Su concretismo es soberbio a la hora de ejemplificar , el cómo ,de qué manera, en qué circunstancias, se desarrolla el hecho Por eso no es de extrañar que a la hora de partir en su lecho le dijese a su nieta Mabel,: Chai Masisniki Jamún Kunya ( forma peyorativa de ) , ahí vienen los tuyos, hijita…..
A todo esto, cuando fueron a buscar el cajón, este tenía ya veinte años de haber sido comprado, al tomarlo por las manijas se desplomó en todas sus partes, roído por las polillas, o vaya a saber que insecto….

Esteban Silva

* “ Que se vaya de la mejor manera al cementerio”

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