lunes, 28 de marzo de 2011

Cuentos de La Vida


Coquito

Todo barrio tiene algún loco. O varios. Devoto no era la excepción. Coquito era un hijo trastornado de unos cincuenta años. Vivía al amparo de su familia, un poco por no querer que su destino fuese una institución psiquiátrica, otro poco por no poder solventar su reparo en manos profesionales. Barrio de casas bajas, mayormente residenciales. Local comercial a mitad de cuadra, construcción de la década del cuarenta, amplia persiana de chapa acanalada en todo el frente y puerta lateral pasillo al fondo. El recinto comercial, un bar tradicional de antaño. Pisos en damero de baldosas blancas y negras, dispuestas en diagonal. Un mostrador amplio en madera labrada, mesada de mármol blanco, con betas azules y grises.
Encima de él, una enorme máquina de café cromada, llena de tubos y conexiones. Al centro y dominando la escena, cuatro manivelas de bronce para cerveza tirada. En un rincón, una heladera de dos cuerpos de madera, con puertas chicas y gruesas. Levemente inclinada contra la pared. A pesar de su herrumbe, era el único artefacto en funcionamiento para entonces. En su interior se apilaban sifones de medio litro, y botellas de vino blanco. El resto del “menú”, lo completaban ginebra, grapa y Hesperidina.
Una docena de mesas redondas se repartían el espacio al azar. El local era frecuentado solo por habitúes, gente mayor del barrio, jornaleros que de mañana desayunan un blanco para darse “envión”, y por las tardes ahogan las penas al abrigo de amigos. El anfitrión del cafetín ( sin café ), un hombre de escasos pelos blancos al costado de sus orejas, encorvado, apodado “ Don Sergio”. La “troupe” la completaba una señora mayor, hermana de Don Sergio y a la que la vida y las circunstancias la habían recluído puertas adentro.
Coquito, resistía a duras penas un trauma familiar que lo tuvo como protagonista. En épocas lejanas, con familia establecida, una desatendida maniobra de estacionamiento de vehículo, vio sucumbir a su pequeño hijo, entre los fierros aprisionados de dos paragolpes. De la tragedia familiar, nadie saldría indemne. Al poco tiempo su mujer se suicidaría en busca de su niño perdido. Sin opciones, más que las de cerrar el círculo de acontecimientos, intento poner fin a su vida , con un fallido tiro en la cien.
Esta experiencia trágica lo sumió en los más fondos de los abismos, en condición cuasi-autística, con pocos puntos de conexión con la realidad y el entorno.
Tenía una rutina muy establecida. A poco de levantadas las persianas, emprendía un recorrido por la vereda de la cuadra, entre el cordón y la línea de los arboles, justo por dónde se plantan los postes de alumbrado o de teléfono. Iba exactamente hasta un punto, y volvía sobre sus pasos, cual rutina militar protocolar. En su andar, sostenía un cigarrillo entre sus dedos alquitranados color amarillo, a los que luego de un determinado lapso, daba una larguísima pitada. La vista era recta y penetrante, no se dirigía a nadie en particular. Su camino, unos veinte metros en la vereda, acompañados de otros no determinados en el interior de su residencia, que le insumían el doble de tiempo. Atravesaba absorto la sala del bar, a pesar de las bromas de sus ocupantes, de la mirada compasiva de su padre, o de cualquier circunstancia fenomenal.
Lo único que detenía su marcha, era comprobar que ya no tenía de esos dispositivos de papel armado en el bolsillo de su camisa. Ese motivo lo sacaba de sus rieles, la tensión se acumulaba en su cuerpo, balanceándose a ambos lados en procura de un virtual proveedor. Al encontrar su presa se le acercaba , y sin pronunciar palabras le hacía la seña de los dos dedos llevados a los labios en forma de V corta.
Por lo general, encontraba un receptor solícito del drama abstencionista de nicotina, y le regalaban el paquete de cigarrillos propio, en el estado que se encontrase. Acto seguido, sin agradecer ni mediar palabras, reemprendía su sendero autista en el punto exacto donde lo había interrumpido.
Coquito tenía un aspecto extraño, era como un personaje traído del túnel del tiempo. De pantalón de traje a la altura de su ombligo, un cinto fino de cuero y una camisa blanca con bolsillo. El invierno le sumaba un sueter escote en “ v”, y un saco de gabardina a su atuendo. Una especie de “Minguito”, pero al cuidado de su familia. Toda la familia, era como si su existencia hubiese terminado en la década del cuarenta. A observar por sus ropas, las propagandas de Crush y Bidú Cola, los ceniceros Cinzano de chapa..
Nada de esta rutina fue alterada por años. Ni los campeonatos de Boca o River en los setenta, ni la copa del mundo de setenta y ocho, hicieron mella en el ánimo de Coquito.
Lo único que recuerde de importancia, fue el incidente de los cajones.
A tiempo del desembarco de unos inmigrantes bolivianos en el barrio, abrieron una verdulería en el medio del trayecto del citado peatón compulso.
El primer día paso inadvertido para Coquito, ni los vistosos arreglos de naranjas en las góndolas, ni las canastas de hortalizas en sus más variados colores llamaron su atención.
Lo que si llamó su atención, fue la barricada de cajones de la verdulería en su trayecto en la acera, entre el cordón y la línea de los arboles, justo por dónde se plantan los postes de alumbrado o de teléfono.
Una acometida barrida a puntapiés destrozó varios cajones a su paso, hasta despejar por completo su recorrido.
Ahí si lo escuché por primera vez pronunciar vocablo: ¡ La Puta que los Parió!, dijo…
Y volvió a su habitual hermetismo.

Esteban Silva

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