domingo, 27 de marzo de 2011

Fútbol para todos


Fútbol para todos

En mi vida, salí dos veces campeón de fútbol. Una en la secundaria en un torneo de futbol cinco. Otra, con veintitrés años, en un torneo inter-fabricas en Japón. Tuve la suerte en ambas ocasiones de verme rodeado de los artífices necesarios para lograr tales hazañas. En mi condición de pica-piedras, lo único que podía aportar al equipo era sacrificio. Mi posición a tal efecto era la de nueve “pescador”, a la espera de la resolución de una jugada. Una infancia dedicada a juegos mecánicos, cine e intercambios grupales con compañeras de grado, redundó en un bajo rendimiento con la redonda. Ya en la temprana edad de doce años, mi escaso curriculum futbolístico colisionó con la escuela secundaria para varones de San Rafael. Acostumbrados a torneos escolares parroquiales y campamentos, me llevaban años de distancia en las lides de la esférica. A pesar de ello, participaba de todo picado que se organizase. Dicha práctica, no me aportó ninguna dote de habilidad. Con el tiempo, lo que sí fui logrando es cierta ubicuidad en el terreno. Un poco por desmarcamiento, otro poco por mis escasas atribuciones, hacían que mi posición dentro del campo resultase inofensiva. Los habilidosos, más dedicados a mostrar las virtudes de una gambeta individual, poco aportaban al orden colectivo. Y en muchos casos la sumatoria de habilidosos no era condición de superioridad en un torneo. Eso quedó demostrado en el campeonato de los sábados contándome a mí como participante. Mi equipo, era un rejuntado de pataduras con más ímpetu que nociones del buen fútbol. Pero la determinación, sumada al sacrificio a veces rinde sus frutos. Máxime en un campo de estrechas dimensiones como el del colegio. En una ocasión, recuerdo haber pateado al arco simultáneamente con un jugador de mi equipo. Tal era el desorden, que parecíamos un enjambre de abejas atrás de la pelota. El final del campeonato arrojo la cifra de dieciséis goles para Ferrara ( el goleador principal ), y la nada despreciable cifra de diez goles en mi haber. Con el tiempo compañeros de curso acuñaron el apodo de “goleador”, no sin sorna claro, refiriéndose más a mi vocación del área, que a las condiciones intrínsecas de mi juego. Para mí este era más un juego de estrategia, de pases al hombre libre, y de ir avanzando hasta encontrar la posición favorable de rematar al arco. Una vez frente a el, el destino inevitable era el puntín de mi botín derecho, para asegurar la jugada, y de prescindir de toda puntería o efecto. De cabeza, poco y nada. Solo recuerdo una vez en el ateneo que un compañero de defensa metió un pase-gol con tanta exactitud, que la pelota picó en mi cabeza y superó al arquero. Creo que en la posición de nueve hay que tener culo también. Es necesario la cuota de suerte necesaria para que la carambola de la pelota disputada, caiga en los pies nuestros, o en la red rival. Los palos también aportan lo suyo. Cuantas veces vemos el ensañamiento de una pelota al estrellarse indefinidamente en estas barreras del gol. Así vemos pasar indefinidamente nuestras posibilidades, a sabiendas que “ los goles errados se sufren en el arco propio”. Dicha máxima se cumple a rajatabla, desde el potrero más precario, hasta la copa del mundo.
Yo tenía compañeros habilidosos en el secundario: “ Adriano”, un jugador de características particulares, buena gambeta de baldosa, piques cortos y desplazamientos laterales impredecibles. Su poca participación en los torneos, la tendencia al juego individual y su deserción a temprana edad nos privó de su magia. “ Rogido”, era más grande que el resto de nosotros, por haber repetido, y por cuestiones naturales también. Juego largo y asociado, buena patada y cabezazo. Marca y garra en ocasiones. Lo mejor: su cross de derecha en el concurso de una discusión con rivales de otros colegios. “Montero”, jugador completo, gambeta en velocidad, recuperación y juego colectivo. Magia en circunstancias favorables y garra a la hora de ir perdiendo. Era imposible frenarlo en el mano a mano, a pesar de repetir una y otra vez la misma maniobra evasoria. Por eso para estar a la altura de mis condiciones, era preferible participar de un equipo que tuviese un habilidoso y no fuese morfón. Solo así podría explotar mis condiciones de pseudo-goleadoras. Como aquella vez en Japón que tuve la suerte de formar en un equipo de obreros de fábrica, predominantemente brasileños. Es sabido de su habilidad con la pelota en todos los ámbitos de disputa. A la optima lectura del juego le suman técnica y velocidad.
Por eso, no nos fue difícil llegar a las finales del torneo de seis en cancha de césped. La primera fase estaba compuesta principalmente de nipones entusiastas, pero ingenuos a la hora de los puntos. La final ya era otra cosa, un combinado de bolivianos aguerridos que trabajaban en una planta vecina de acero. Un primer tiempo disputado, en el que no se consiguió sacar ventajas 1-1. A la segunda mitad rápidamente nos pusimos en ventaja, hasta ampliarla al valor de seis, con tanto de mi autoría. Los minutos finales fueron simples pases laterales y “ fitas” cerca de la raya lateral haciendo el tiempo pasar.
Tiempo que llegó a su fin con la marca de 6-3, a pesar del esfuerzo de los hermanos trasandinos.
La recompensa un metálico estimado en doscientos dólares para el equipo, junto con un símil de la copa del mundo en yeso o cerámica pintada.
Lo paradógico del caso, fue que a instancias mías, providencié un juego de camisetas para suplir al ajuar del equipo.
Cuando los brazucas recibieron la “ suplente “ de la selección argentina versión 93, ( la del gol de Diego a los griegos), palidecieron de asombro y estupor. Solo accedieron a su uso, previo “ arrancamiento” del emblema patrio, cierta dosis de insultos y la certeza de que nadie les devolvería lo abonado por la vestimenta…
Una paradoja doble, un equipo campeón en su mayoría brasileños vistiendo la albiceleste, y un patadura alzando la copa del mundo.


Esteban Silva

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