martes, 5 de abril de 2011

La cala y Yo




La cala y Yo

A decir verdad, no es que no me gusten las benditas flores.
Tuve dos encuentros desafortunados que me marcaron para siempre.
El primero, a mis escasos ocho años, cuando visitaba la casa de mi abuela materna.
La casa era una construcción de chapa industrializada, parecida a los famosos conventillos de La Boca, aunque también suelen ser vistos por toda la zona sur como Avellaneda o Valentín Alsina, este último residencia de mi abuela Matilde.
La casa estaba emplazada en la mitad del terreno sobrando dos amplios espacios a cada extremo. Uno atrás, dónde estaba el limonero más añejo y productivo qué vi en mi vida, y otro adelante con dos cuadrados de cuatro por cuatro con un sendero al medio como división.
La entrada, flanqueada con estas dos grandes masas abigarradas de flores contrastaba con la construcción decadente a sus espaldas.
Era como comer cocktail de langostinos y falda parrillera de plato principal…
A pesar de ello, disfrutaba de esta entrada magistral, con las calas a la altura de las manos, para ir acompañando suavemente con el roce de la mano en mi trayecto las erguidas flores.
Y no es que recibiesen tratamiento alguno, no. La aráceas sobrevivían con hidalguía haciendo caso omiso del destrato de sus ocupantes.
Eran plantas salvajes por donde se las mire, que encontraron el suelo fértil a sus requerimientos, ayudados por el escaso sol de la cara sur de la fachada, y la sombra permanente del caserón de chapa.
Un mal desagüe, que daba directamente a este sitio, proporcionaba aún más, el sitio propicio de anegamiento, que es el elixir de la susodicha planta.
En un rapto de romanticismo, me predispuse oler una de estas flores, embelesado por su aroma tomé con mi mano el único pétalo que conforma la flor, mientras que con la otra sostenía el tallo turgente, acercándolo a mi apéndice olfativo.
Para qué. Del peristilo surgió una enorme araña peluda , que llegó incluso acariciar mi nariz. Di una reculada tal, que fui directamente a parar de traste a la masa de flores homónima a mis espaldas. La superficie, una especie de pantano dónde sumergí mis tiernas manos, estaba llena de tallos filamentosos como de plantas acuáticas.
Jamás pensé que ese conglomerado de plantas fuese una trampa mortal, tan bien orquestada. Demás está decir, que nunca arranqué un tallo con mis manos por el resto de mis visitas en esa casa.
Lo que sí confieso, me dediqué a hostigarlas con una espada que tenía hecha de una varilla de aluminio, o cuanto palo encontrase como fusta.
Y mi altercado con la especie hubiese concluido ahí, si no fuese porque al promediar mi juventud, el destino quiso que nos encontrásemos nuevamente.
Un noviazgo idealizado de mi parte, en el que había más expectativas que certezas, me jugó una mala pasada. Habida cuenta del gusto particular de la flor por la entonces candidata, resolví manifestarme con un puñado de estas, a modo de presente halagador.
Para la ocasión, había resuelto que el envió de las gramíneas fuese de características especiales. No conforme con la vulgaridad del color usual blanco, encomendé un hermoso ramo de calas rosas, por las que aboné en una infructuosa suma, producto de lo exótico del envío.
Ahora sí, con este manifiesto, pensaba “ calar”, en lo más hondo en los sentimientos de la doncella.
Nada de esto ocurrió, apenas un comentario a la pasada tuve como retribución de tan magnánimo gesto.
Desde ese día, juré para mis adentros, que jamás volvería a contactarme con esta flor traicionera que tanto me maltrató

Esteban Silva

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