martes, 9 de agosto de 2011

Aroma a Mierda


Nunca había tenido la ocasión de estar internado. Mucho menos intentar defecar en una cama acostado. A la consabida mala posición horizontal producto de la terapia intensiva
sumaba un vendaje femoral, producto residual del procedimiento de cateterismo.
Una especie de momia de una sola pierna. Los movimientos reducidos por el incordio, y un estreñimiento padre debido a la retención intestinal común en estos casos.
El traslado desde el quirófano no había sido sencillo. Debido a mi tamaño, en varias ocasiones tuve que esforzarme por no perder los pies en el trayecto.
También cuidaba que en el trajín del vaivén, no se volase el único atuendo que cubría mi anatomía. La mano izquierda sostenía el suero por debajo de la sábana descartable y la derecha hacia denodados esfuerzos por controlar lo volátil del atuendo.
Afuera esperaban mis seres queridos, junto con otras ochenta personas desconocidas, que imagino pugnaban por un turno o atención. Apenas salí de la última curva, las manos de mi mujer y mi madre se posaron en mi frente confiriéndome aliento.
Como es habitual, el camillero desoía el pedido de los familiares de dilatar el traslado.
Su única concesión es una parada necesaria frente a los ascensores, minuto en el cual, se produce el ansiado interloquio. Una tenue penumbra me esperaba en la sala de terapia.
Hacía ya dos horas que habían dado la cena. Mi bandeja reposaba a escasos metros fuera de mi alcance. Ví que la enfermera se encontraba atendiendo a una paciente con dificultades. Por tal motivo le pedí a una auxiliar de limpieza que me alcanzase mi cena.
De mala gana , lo hizo. Una bandeja con calabacines y una milanesa en la parte superior eran la cena. Volví a solicitar la asistencia:

- ¿Me la cortás, por favor?.

Volvió a hacerlo, se quitó los guantes de látex con que estaba limpiando culos, y me la cortó prolijamente. Comí despacio y voraz, la desabrida y fría vianda de hospital. Hacía dos días que no probaba bocado. Al ayuno normal de las intervenciones , se había sumado una serie de dilaciones en su ejecución. Por eso disfrutaba ( en parte ) este insípido pero requerido envío de alimentos.
A una hora de la frugal cena, me dio ganas de defecar. No lo había hecho en los cuatro días de internación. Era el momento menos indicado, claro, pero no había opción.
Lejos de escoger la ocasión propicia para el acto vandálico, el organismo sabe protegernos de ciertas incomodidades de expresión. Por lo menos así lo había hecho en las incontables situaciones de traslado fuera del hogar a las que me había expuesto.
Bueno, ahora la situación era otra. Un deseo irrepresable en la compuerta dos tronaba anunciándose.

- ¡ Enfermera, la chata..!.

Solícita, me alcanzo el adminículo, no sin antes advertir:

- ¡ Ojito flaco eh, que estás recién operado, no hagás fuerza..!-

A lo que yo pensé para mi interior:
- ¡No¡…Si la voy a sacar con telepatía…

Una vez con la chata en mano, la deslice por debajo del ano parsimoniosamente. Quería conferir que la línea tope para la recepción y la boca de expendio se encontrasen de forma ajustada. También comprobé que para dar la luz suficiente al envío, era necesario apartar bien las nalgas para que éstas no participasen del espacio receptor contaminándose.
Tomadas estas precauciones me dispuse a cagar como Dios manda.
Lejos de conseguirlo, abundé en esfuerzos medidos, en los cuáles lo único que conseguía era amplificar el sonido de las flatulencias en la caja receptora.
Triste destino el del paciente que se ve enfrentado a estas afrentas pudorosas…
No había caso, a pesar del requerimiento estomacal, la máquina no se encontraba dispuesta para hacer el despacho correspondiente. Cansado de la cuña plástica en mi trasero, la retiré para otra ocasión pertinente.
La enfermera que observaba el lance mientras rellenaba planillas en su cubil me expreso:

- ¡ Calmáte flaco, que hacés mañana tranquilo…!

Escuché el consejo perspicaz e intenté dormir. Al cabo de veinte minutos de infructuoso intento caí en la recurrente realidad del deseo que me animaba. Las ganas de cagar.
Recuperé la chata que descansaba en la mesa de ayuda junto a la cama. Repetí la maniobra de re entrada en la orbita preestablecida.
Ahora sí, me había prometido concluir con lo que había abandonado.
No había caso. Estaba tan estreñido, que a pesar de la buena voluntad empleada, necesitaba un impulso extra de fuerza para comenzar la descarga.
(Advierto al desprevenido lector, que las escenas siguientes son de alto contenido escatológico. Lejos de ofenderlos, quiero ser preciso en este envío, relatando con holgura y prolijidad los pormenores del caso.)
Algo duro en las compuertas obstaculizaba el resto de la carga.
Prevenido de lo peligroso del esfuerzo extra en la herida coronaria, decidí meter manos en el asunto. O mejor dicho dedo.
Un tapón símil corcho obstruía el orificio. Ejerciendo presión anular sobre los bordes de la circunferencia conseguí removerlo exitosamente.
El resto salía con normalidad. A intervalos regulares, confieso, debía compactar el en vio en el frente de la chata. Siempre pendiente de obtener el hueco necesario, para que los detritos no hiciesen contacto con mis nalgas.
Cuando iba por la cuarta compactación resolví que ya era hora de cambiar el receptáculo. Sin exagerar, el recipiente rondaría los tres kilos.
A tal punto, que en la extracción, el asa que se empuña para movilizarlo temblaba del exceso de carga incidental no programada.
Pesadamente lo deposité en la mesita junto a la cama.
El paciente de mi lado, resolvió darse vuelta con tal de no recibir el aroma a mierda de la exhaución remanente.

- ¡ Enfermera!, otra chata por favor. Ah, y más papel….-

La enfermera al ver la chata repleta de excrementos esbozo un leve signo de asco.
Tal vez, la idea ulterior de limpieza del aparato, la higienización titánica en ciernes. No lo sé. Lo que sí puedo dar testimonio de la liviandad del capítulo dos.
Contra la tendencia instalada que: “ Las segundas parte, nunca son buenas”, un segundo envío de mi autoría me dio el alivio necesario para emprender el merecido descanso.
Casi. Ahora los problemas eran otros. En el progresivo fulgor de la batalla algunas municiones y esquirlas quedan desperdigadas en el campo de contienda.
Con el papel que me había dado la enfermera, brazo cruzado mediante, intenté removerlas. Juro que lo intenté.
Cuando hube contado la toallita número treinta salir de la zona cero amarronada desistí del intento.
Y podría haber seguido así, como la incomodidad de dejar unos platos sin lavar, si no fuese por el olor circundante producto de la fricción frotativa.
Lo que no podían seguir así eran el resto de los pacientes de la sala que comunicaban en forma delatoria los particulares eventos.
Rápida de cintura, en tres paso firmes se acercaba a conferir el cuadro clínico.

-¡ Uhhhh…, Te cagaaste todo!-

En primer lugar, me pareció impertinente la frase. Desubicada diría. Nadie tenía por que ser partícipe de mi desgracia personal. Sí ya sé. Dirán que de cualquier forma, ya estaban afectados por el olor reinante en el recinto.
Es que en terapia, a la luz de los monitores se forja, una relación entre los pacientes afectados y el personal… Un helo cómplice arriesgaría.
Yo que en días anteriores me había negado rotundamente al “ baño” de esta enfermera,( por hacerlo mi mujer ) me veía en la obligación de solicitar sus servicios.

- ¿ Yyy, qué hacemo, te limpia mami?. ( sarcasmo puro e innecesario)

Acto seguido, así firmemente la baranda de la cama posicionándome de cubito dorsal y ofreciendo el culo desnudo para su higienización.

Esteban Silva





2 comentarios:

  1. Este comentario ha sido eliminado por el autor.

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  2. Estoy tirado en la cama por un golpe en la rodilla, con dolores indescriptibles. Necesito defecar y no puedo pararme, buscando alguna solucion sin chata me encontre con este texto. Me causonmucha gracia lo de la telepatia.Saludos

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