viernes, 12 de agosto de 2011

1947


1947

Cuando Ernesto Arriaga puso sus pies en aquel policlínico dos cosas tenía bien claras.
Una, ninguna terapia de contención le devolvería la vida de su mujer perdida en ese fatal accidente. Otra, a pesar de su consideración inicial, sería la de recibir atención profesional a su avanzado trastorno post traumático.
No lo habría hecho en condiciones normales pero los recientes sucesos que alteraban su psiquis necesitaban ser tratados. En oportunidades, había no solo visto a la figura espectral de su fallecida mujer sino que había conversado con ella.
Sumido en una depresión, confundía la vigilia con el sueño, en historias de marcado tinte melancólico. Los fármacos auto recetados hacían lo suyo. La ingesta de alcohol cerraba el ánodo motivador. Empero, le proporcionaba su único aliciente por el cual soportar este duro trance. Parte de la culpa sin duda, en la que apoyaba su subconsciente era la de que el suceso trágico se había producido en circunstancias de estar separado temporalmente de su mujer. Por tal motivo, sin duda, incorporaba esta perdida como figura necesaria para el desenlace del fatídico accidente.
En su haber, pensaba, estaba el hecho remarcado de las advertencias para el manejo en horas nocturnas. La condición de la ruta en esos días de invierno lluvioso. El hecho de querer adelantarse al malón previo a un feriado nacional. Nada de esto surtió efecto en ella. Tampoco de mucho le sirvió las innovaciones tecnológicas de su vehículo 4 x 4.
Un choque frontal contra un camión de transportes fue el reporte final en esa ruta de Carmelo.

Preguntó en informes por su especialidad. Dos guardias que vestían ropa similar a la de un policía antiguo le informaron cordialmente. A él le hacían gracia estos modismos de las agencias de seguridad por imitar al ideal retro norteamericano. En el fondo , pensaba, era solo pobre gente de bajos estudios, congraciados con un uniforme que les permitía interactuar con la sociedad. Pero ese no era su problema. Su problema ahora era encontrar el segundo pabellón , cuarto piso, Psquiatría.
Sorteó los escasos sesenta metros que lo distanciaban por el parque. Podría haberlo hecho por cualquiera de los corredores laterales incorporados al edificio, pero no, prefirió hacerlo a cielo abierto. Para despejarse. Para poner en claro su discurso que lo motivaba en su visita. No quería dejar cabos sueltos pensó. Los psicólogos suelen tirar de ellos hasta desenrollar la madeja. Lo suyo era algo más físico, a pesar del episodio “ espiritual”. Quería respuestas concretas al uso de los ansiolíticos. Sabía del mal empleo que estaba efectuando. Las concomitancias adversas con la bebida. Y los peligros inherentes al cruce de estas sustancias.
Cuando llego a la planta baja del pabellón sus ojos procuraron los ascensores. Los distinguió a pesar de hallarse ocultos tras las grandes columnas centrales. Un edificio antiguo adaptado a los tiempos que corren pensó.
Pulso la tecla de subida y alzó su vista al display instintivamente. Al ingresar se sorprendió de verlo vacío. A esa hora del mediodía era común el tráfico de los pacientes junto al recambio de los médicos en sus guardias. Tuvo tiempo para escuchar nítidamente la voz grabada de la ascensorista indicando cada piso y su especialidad.
Así se abrieron las puertas en el cuarto piso la cosa era otra. Una sala atestada de gente pugnaba por atendimiento en una docena de consultorios externos.
No se imaginaba que ésa fuese un área tan requerida. Evidentemente lo era al observarla.
Llegó próximo al escritorio de recepción, y se anuncio.
Mientras la secretaria llenaba los registros en la computadora, aún en pie, Ernesto Arriaga observaba los últimos lances de un partido de Eurocopa en el televisor digital.
A intervalos, la imagen se cortaba para anunciar en pantalla los turnos requeridos.
Una vez devuelta su credencial junto a la orden del doctor, se ubico de forma apresurada en uno de los pocos bancos que aún no se encontraban ocupados.
Se había adelantado una hora en su visita. Por tal motivo, y a vistas de lo que sucedía en la sala, creyó mejor predisponerse para una buena espera.
Estiró sus pies al frente , acomodó sus manos dentro del pantalón, y se entregó al sueño aliviador.

una hora después

-Arriaga,- se escuchó claro y fuerte desde el consultorio cuatro.
Abrió sus ojos, creyendo haber sido llamado. Miró a su alrededor y no notó señales que lo procurasen. De una puerta de consultorio salió un doctor con carpeta en mano. Ajustándose sus pesados lentes llamó a los que aguardaban:
- Ernesto Arriaga, consultorio cuatro por favor-
Confirmado que se trataba de él, levanto el brazo en señal de disculpa y aviso.
El doctor retrucó el avistaje con una intempestiva re entrada al consultorio.
Ernesto hizo lo mismo, apurando el paso que lo distanciaba de su visita.
A medio camino tuvo un deja vú.
Conocía al doctor calvo que acababa de anunciarse. Esos lentes tan pasados de moda, esa carpeta a la antigua de madera con un broche de metal donde sostenía sus historias clínicas. Su humor cambiante y lacónico La secretaria también la resultaba familiar, pero no en el estado que se acordaba al haberse anunciado tiempo antes. Esa secretaria que lucía un pelo platinado desmechado, junto a un sweter de lana azul marino. No.
La de ahora era pelirroja. Juraría que podría ser su hermana, los mismos rasgos, la misma posición. Su ropa era totalmente blanca. Un guardapolvo tableado y una toca birrete en su cabeza. Un pin con la cruz roja en su pecho. Lo que más le intrigó al pasar junto a ella fue el mobiliario del escritorio.
Un teléfono de baquelita negro, unas planillas ordenadas en una cesta de alambre y un sacapuntas mecánico de lápiz agarrado en uno de los extremos del escritorio de madera.
En el lugar del televisor, un cuadro vertical con la típica señal de hacer silencio en hospitales.
Ser sorprendió de cómo pudieron efectuarse tales cambios frente a su soporífera presencia y no percibirlos. Hizo una subida de hombros virtual, y metió su primer pie en el consultorio.


El doctor , sentado en su escritorio, ofrecía su mano extendida en señal de saludo.
A juzgar por el acto, era condición previa a toda palabra inicial. Una vez producido el encuentro soltó su frase inicial:

- ¿ Y Arriaga, que me cuenta?-

Mientras observaba página a página una historia clínica en su carpeta. En su mano derecha sostenía un lápiz afilado mientras que en la otra blandía un cigarro al que pitaba a intervalos.
Le pareció mucho atrevimiento con los tiempos que corrían esta singular conducta.
De cualquier forma a él no le molestaba el humo del cigarrillo. Lo que sí le molestaba era esa intimidad aparente de la que hacía gala. Esa argucia barata para referirse a un problema del cual no tenía el más mínimo conocimiento. Eso, en principio.
Inmediatamente después al reparar en los enceres que poblaban el inmenso consultorio los interrogante eran otros.
Un aparato aparentemente instrumental de ondas cerebrales en un rincón . Su monitor una circunferencia con bordes de acero. Todo el mamotreto reposaba en una mesa de traslado con ruedas de goma de un metro de lado. Las vitrinas exhibían diversos instrumentales quirúrgicos de acero. Frascos de vidrios azul y caramelo se ubicaban por todos los rincones. Todo parecía extemporal.
Cuando sus ojos se posaron con el calendario de arranque en la pared confirmó sus sospechas. Octubre de el año 1947.

- ¿ Trajo el carnet Arriaga?-

Desorientado, Ernesto Arriaga llevó sus dedos a el bolsillo superior de su saco. De él extrajo un carnet de cuero plegado en dos partes. Un marco oval dejaba ver a una foto de su rostro visiblemente alterada de lo que el creía era su apariencia actual.
Sin hesitar, el doctor se lo quitó de las manos , como la madre que quita al niño un juguete después de retarlo.
Lo observó, en lo que interesaba, y lo revoleó en forma centrífuga en su escritorio.

- A ver cuentemé . ¿ Qué le anda pasando ahora…?-

El doctor ahora sí se disponía por fin a escucharlo. Había puesto sus dos brazos por detrás de su nuca, los pies al frente del escritorio. Como si esperase un relato demorado.
Ese ahora, no le gustaba a Arriaga. Le preocupaba el antes.¿ Cuando se habrían conocido?. Que el supiese nunca.
Era su primera visita. Eso lo tenía claro. Al menos, pensó.

Pasó a describirle los pormenores de su caso. La angustia reprimida por la muerte de su querida mujer . Los excesos que abundaban en la última parte de su vida. Y claro.
Lo que lo había traído su consulta. Esa visión recurrente del más allá que lo perturbaba.
El psiquiatra lo escuchó por veinte minutos exactos de reloj.
Lo confirmó al cesar el monólogo de parte, y cerciorarse en su muñeca.
Lejos de sorprenderse por los acontecimientos, prestó su mayor atención a los fenómenos descriptos por Arriaga tan llenos de inventos y tecnicismos.
En particular, ese suceso de los “ air bags” que no aguantaron la presión del choque frontal. También escucho con atención, la última conversación que mantuvo con su esposa vía celular, ya en pleno viaje ,en el Río de la Plata.

A pesar de la alucinación recurrente en la que recaía Arriaga, le sorprendió sobremanera a el doctor Paredes, la elegante construcción retórica que imprimía a su relato.
Lleno de objetos ilusorios creados por una mente enferma tratando de sostener un discurso post traumático que destilaba dolor e insania.
El salto temporal al que aludía tan lejano e irreal. Imposible de refutar. Sólido y coherente, a pesar del desvarío emocional.
En cierta manera le daba pena Arriaga. Podría tratarlo de la forma protocolar a la que estaba acostumbrado. Electroshock. Internación preventiva en una institución en boga :
el recientemente inaugurado Neuropsquiátrico Hospital “ José .T. Borda”
No le costaría nada ejercer su potestad. Levantar el teléfono y llamar a dos enfermeros para controlar a Arriaga. Le pondrían las correas de cuero que se acostumbraban en estos casos. Una solución sedativa para su traslado y fin de esta historia.
Así de fácil era.
Pero quería darle una oportunidad más. Debía hacerlo entrar en razones. En el estado en que estaba podría incluso llegar a provocar daños. A su propia persona,a terceros. Máxime, a sabiendas que conducía un automóvil. Un Ford Mercury último modelo.
Lo había observado llegar desde su ventana del consultorio dos horas antes.
Ahora las cosas eran distintas. Si se mantenía en su tesitura negativa de la realidad, lo obligaría a asumir las consecuencias. Conocía muy bien estos casos y sus derivaciones.
Principalmente, las de orden administrativo, en la responsabilidad inherente a un médico de cabecera al tratamiento y juicio de un paciente con estas características.
Lo llevaría contra las cuerdas, y lo obligaría a tirar la toalla.

- ¿Así que su mujer traslado una camioneta en tres horas hasta Montevideo, mientras usted le hablaba continuamente por teléfono desde Buenos Aires?...¿Tiene algo que pruebe esta historia absurda Arriaga?-

Al escuchar esto, pensó en dos posibilidades. Una que efectivamente no estaba en la época a la cuál creía pertenecer. Otra que el suceso tan trágico a sus emociones le jugase una mala pasada interfiriendo con la noción real de los acontecimientos.
De cualquier forma, tales eventos habían sido registrados en su teléfono celular que guardaba en el interior de su saco. De él obtendría las pruebas irrefutables y las certezas de la muerte del ser querido.
Sentía el peso del adminículo en el bolsillo interno del lado izquierdo.
A él dirigió su mano, que se posó rápidamente en el prisma metálico extrayéndolo.
Una vez en su mano. Sus ojos no acreditaban lo que veían.
Un tarjetero de metal a la vieja usanza, con las iniciales de su mujer labradas en la chapa de plata.
Lo abrió pensando encontrar finalmente ahí lo que recordaba su trastornada psiquis.
Sacó una tarjeta de su interior y leyó absorto para su interior las líneas inscriptas.

- Inés Saenz Arriaga, Médica Obstetra , U.B.A, Apolinario Figueroa 402, Capital Federal, Buenos Aires. Teléfono: 22 – 7070.-

En ese momento, al observar estos datos confirmatorios de la identidad de su esposa junto a las evidencias demoledoras que se exhibían a la luz del día, su discurso colapsó.
No ensayó ninguna disculpa reparatoria de lo que venía argumentando. Se sentía confunso y desorientado. No interpretaba si la alucinación era esta realidad abrumadora, o aquella otra en dónde construyó el relato reciente. No sabía a ciencia cierta cómo sortear esta entrevista en el nosocomio sin que ello le acarriase una internación.
El tono intimatorio en la voz de su doctor se lo sugerían. La mano inquieta que sobrevolaba el teléfono negro, dando pasos de dedos por sobre el tubo, se lo presagiaban. Mejor sería entonces quedar libre del alcance de la institución, por lo menos en esta etapa esclarificadora.

- Y, ¿ en qué quedamos Arriaga, 1947, o Dos mil y cuántos me dijo…?

Visiblemente consternado aceptó de buena gana los consejos del doctor. Estrechó su mano y prometió una rápida consulta, apenas se re estableciese de la intoxicación automedicada . Pagó su consulta en unos billetes para él desconocidos y se fue.
Aún en la calle, junto al auto, levantó su vista hacia el consultorio del doctor.
Este se encontraba junto a la ventana, apartando la cortina con sus dedos.
Pareciera cómo si esperase ese cruce de miradas. Esa confirmación implícita de la realidad que le ofrecía el paisaje urbano.
Lejos de sorprenderse parecía inmutable al hecho de él estar abriendo las puertas de un vehículo tan moderno. Pensó en hacerles señas ahí mismo junto a s Ford Mondeo 2011.
Mejor era desembarazarse de este suceso absurdo, y meditar al respecto.
Subió a su auto y se marchó.

En la noche del día 15 de Octubre de 1947, en circunstancias del hecho aún no establecidas, un vehículo con un ocupante , se precipitó a las aguas del Río de la Plata. Testigos del hecho, afirman la versión parcial de un vehículo del marca Ford modelo Mercury arremeter deliberadamente contra el vallado que separa de las aguas en la escollera Norte. Sin dificultades aparentes, un hombre de mediana edad aceleró por la avenida costanera e imprevisiblemente enfiló su vehículo a gran velocidad a uno de los pocos tramos del barandal de madera que separan a las aguas del río.
Horas más tarde , equipos de prefectura removieron el vehículo, confirmando la identidad del occiso:
Ernesto Ezequiel Arriaga, masculino 52 años de edad.

En la mañana siguiente, un pordiosero recorría el lugar del hecho, en procura de las sobras de un día de pesca. Buscaba las colillas de cigarro a medio terminar que habitualmente los pescadores dejaban. Halló algunas junto a unas extensas marcas de frenado en el pavimento.
A escasos metros de distancia, recogía atónito un extraño adminículo que lo sorprendería. Un aparato de aspecto inusual, a juzgar por la pantalla y teclas de su interior. Una vista detallada, le deparaba con una única frase que titilaba en el fondo oscuro del cristal: “1 llamada perdida, Inés 22:04pm”.
Lo observó con detenimiento pero no pudo hacerse de una idea concreta de su función.
En todo caso, le serviría como moneda de canje en algún momento. Guardó el aparato en su bolsillo y continuó la marcha despreocupada por la avenida Costanera.

Esteban Silva








2 comentarios:

  1. Juan Manuel Alvarez

    Muy Bueno Esteban. Excelentemente redactado, me sorprendió. Abrazo grande Nauj

    Para esteban gabriel silva

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